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Foto del escritorGustavo Yepes

Tres segundos para morir

Tuve la certeza de que iba a morir cuando el asaltante me sorprendió en el aparcadero y advertí que comenzaba a desenfundar un arma. De inmediato percibí la intención de disparar reflejada en su actitud decidida. En ese momento sentí que era parte de una novela y yo era la víctima necesaria. Es sabido que, instantes antes de morir, hacemos un recuento de nuestra existencia en fracciones de segundo. El tiempo no cuenta en estos contextos y en 3, 2, 1, 0, se nos va la vida.

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Mi cuerpo deja de pertenecerme y algo indefinible toma el control. Ya lo había estudiado al ayudar a mi hijo en su ponencia para la feria de ciencias, titulada: «Qué pasa en mi cuerpo cuando siento miedo»


Mis ojos envían un mensaje al cerebro, quien toma el control desplegando una frenética actividad para sacarme de apuros. Debe ayudarme a decidir entre quedarme paralizado, huir o defenderme. Creo que se decidió por la última porque mis manos, las palmas en dirección al agresor, protegen mi rostro como si un resorte las hubiera impulsado. Algunas de mis funciones corporales se detienen para darle prioridad a las esenciales en este dramático instante. La mezcla de adrenalina y otras sustancias, sumada a los impulsos eléctricos que se desatan en mi ajetreado cerebro, dilatan mis pupilas, mi piel se eriza y comienzo a sudar. Mi corazón emprende un trepidante galope, mis intestinos se distienden, prestos a evacuar su contenido, mis músculos se tensan dispuestos a la defensa y mi mente se nubla, rendida al instinto primitivo. Me maravillo de la perfección del cuerpo humano y lamento la futilidad de esa perfección ante la situación que enfrento.


En fin, mi cuerpo se apresta a la defensa, consciente de que el asaltante me lleva una ventaja enorme, producto de la sorpresa y de su experiencia en estas lides, desconocidas para mí. Parece obvio que no tengo escapatoria.


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Reconozco de inmediato el revólver calibre 22, el instrumento más usado por los delincuentes. Mientras mi cuerpo sigue subordinado al instinto, un torbellino de pensamientos desalentadores acude a mi mente. ¿Por qué yo? ¿Por qué hoy, justo hoy, decidí salir más temprano? ¡Si hubiera seguido mi rutina estaría a salvo! ¡Si no hubiesen cambiado la fecha del Encuentro de Emprendedores, estaría lejos de casa! ¡Si fuese fin de semana estaría desperezándome!


Los días de semana me despierto con los acordes de «Für Elise», voy al baño, me cepillo los dientes, preparo café y tostadas para dos, converso con mi mujer mientras desayunamos, escucho las noticias en la tele y generalmente saludo a mi hijo que se levanta poco antes de irme a la oficina. Hoy no esperé por él y perdí la oportunidad de verlo por última vez. Tomo las llaves del coche y me despido con el tradicional beso de despedida. Lo confieso, no presentí nada. No pasó por mi mente que ese iba a ser el último beso.


El hecho, incontrovertible, es que salgo del apartamento alrededor de quince minutos antes de lo acostumbrado. Me arrepiento de haberlo hecho. Seguramente el asaltante se hubiera topado con otro vecino y yo me hubiera encontrado con un cadáver en el piso en lugar de ser el protagonista de esa novela. Me hago la promesa inútil de que más nunca romperé mi rutina, aunque, razono, he oído decir que es precisamente la rutina de las posibles víctimas el mejor aliado de los malhechores. En todo caso, ya no tiene sentido esta digresión, y vuelvo a mis pensamientos, que ahora se dirigen al asaltante.

Es un hombre joven, delgado al extremo, muy golpeado por la vida como se nota con claridad en las cicatrices corporales y en su mirada lejana, triste, aunque decidida. Intuyo que él es también una víctima, en cuyo caso esto no sería un asesinato sino un duelo, con alevosa ventaja, pero duelo al fin. Dos víctimas frente a frente, dispuestas una a presionar el gatillo y la otra a defenderse. Ambos, con diferentes motivaciones, luchamos por sobrevivir. Seguramente él tiene una familia. Quizás sus padres lo abandonaron y fue criado por sus abuelos. Me imagino que fue fácil presa de quienes tienen como negocio la siembra del odio en las mentes frágiles. Esta posibilidad me sobrecoge y mi corazón, que en este momento rompe todas las marcas de latidos por minuto, toma la decisión de perdonarlo. Al hacerlo, me siento mucho más calmado. Creo que mi cerebro comprendió lo inevitable, evaluó los sentimientos que acaban de aflorar de mi corazón, y ordenó una tregua.

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El arma está a la altura de mis ojos a un palmo de distancia, los dedos del atacante en el gatillo y mis manos ya protegen completamente mi rostro.

Es verdad. Todo mi pasado, cual película muda, pasa por mi mente. A pesar de la velocidad, tengo tiempo para recrear cada instante y revivir los sentimientos asociados. Me tomo incluso el tiempo para reflexionar que la vida no debería medirse en los términos que marcan los calendarios sino en la duración de los acontecimientos resaltantes. Los buenos y los malos. Los que tienen la importancia debida como para ser recreados instantes antes de pasar a otro plano. En este caso, ¿cuánto duró mi vida?, ¿diez años?, ¿más?, ¿menos? El resto del tiempo simplemente no dejó huella. Fue tiempo perdido. Tomo nota mental de esto para el caso de que en el futuro se me ocurra reencarnar en otro cuerpo. Uno nunca sabe.


Recreo, en una paradójica mezcla de alta velocidad y cámara lenta, el momento de mi nacimiento— el joven rostro de mi madre, ¡qué hermosa era!— la imagen de mi padre— de mis abuelos— mis primeros años— el jardín de infancia— los momentos gratos e ingratos de mi niñez— el primer día en la escuela— el día que todos aceptamos que era zurdo— las misas de los domingos— los amigos— las fiestas— las excursiones— las escapadas— los cumpleaños— las navidades— las salidas a comer— las vacaciones en la playa o en la montaña— las veces que me monté en avión— el primer vello en el pubis— las heridas— el primer enamoramiento—los que siguieron— el primer amor— el primer beso— las primeras caricias— las visitas a los abuelos— sus funerales— la universidad— los nuevos amigos— los nuevos amores— los éxitos— los fracasos— el primer cigarrillo— el último— el primer sorbo de licor— las veces que me pasé de copas— la graduación— el primer trabajo— el primer carro— el día que la conocí— todos los días con ella— el día de nuestra boda— la luna de miel— nuestro apartamentico alquilado— los muebles— los adornos— los perros, siempre pastores alemanes— sus llegadas— sus despedidas— nuestro embarazo— la partida de mamá sin conocer a su nieto— la tristeza infinita de papá— el nacimiento de nuestro hijo— su infancia— su adolescencia— su vida— sus éxitos— sus fracasos— sus sueños— sus frustraciones— los amigos nuevos y todavía los viejos— mi emprendimiento— mis socios— los trámites— los impuestos— las primeras canas— los empleados— nuestra vivienda propia— mis proyectos— mis ilusiones—mis asuntos pendientes.

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Suena el disparo. Escucho la detonación como si hubiera salido de un lugar distante y mis manos se cubren de una sustancia tibia. Comienzo a derrumbarme y percibo que todas mis funciones corporales cesan. No siento dolor físico sino una profunda paz interior. Mi mente parece seguir funcionando y se concentra en divisar el tan mencionado túnel por donde voy a pasar a un plano luminoso. Tengo la certeza de que el juicio que estoy a punto de enfrentar será favorable.


Escucho voces, gritos, y siento unos brazos que intentan levantar mi cuerpo flácido. Abro los ojos y veo al guardia de seguridad intentando animarme. Al incorporarme, mi cerebro vuelve a tomar el control de la situación, miro alrededor y diviso al atacante tendido en el suelo, inmóvil, su cara ensangrentada. El guardia, el arma humeante en su mano derecha, me comenta algo acerca de la suerte que he tenido de que él estuviese haciendo la ronda en ese preciso momento y vio lo que estaba a punto de suceder.


El tiempo se detiene de nuevo y pierde todo su sentido. Cierro los ojos y no escucho ni siento nada. Tambaleante, me recuesto de espaldas a una columna y mi cuerpo se desliza lentamente. Me invade una maravillosa sensación de paz y vuelvo a recrear el joven rostro de mi madre, ¡qué hermosa era!, esperándome al otro lado del túnel.



Este relato fue seleccionado para la antología de la convocatoria “Los herederos del Parnaso”, 2022.




Autor

Gustavo Yepes

Coach. Conferencista. Experto en Gestión del tiempo

Aliado de "Y eso, ¿cómo se come?" en Hyggelink

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